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Crónica: Overkill en Lima 2019
La oscuridad se concentró anoche en el Centro de Convenciones Festiva. Desde las 7 p.m. las veredas de la avenida Alfonso Ugarte fueron tomadas por cientos de pelucones vestidos de negro. Botellas de ron, de cerveza, hierba, revendedores sospechosos y lagunillas de sangre en el piso, luego de una gresca, calentaban el ambiente.
En el local, una especie de playa de estacionamiento, Cobra repartía lo mejor de su repertorio, poniendo la cara por el heavy metal hecho en Perú. El público seguía llegando. Pasadas las diez, los estadounidenses Overkill pisaron el escenario como si fuera un campo de batalla y con una artillería letal. En la primera canción, ‘Mean, green, killing machine’, la batería de Jason Bittner arremetió cual aplanadora, destruyendo todo a su paso, y los solos melódicos salieron disparados por esa ametralladora que Dave Linsk maniobraba como un soldado con experiencia.
Al mando, Bobby ‘Blitz’ Ellsworth gritaba con agresividad adolescente y debajo el ejército limeño acataba sus órdenes con sacudidas de cabeza y cachos en mano. El cantante posee una voz eternamente joven. Sólo así se explican sus agudos, chillidos que cortan. Un registro inigualable, bien trash. A pesar de un cáncer de nariz y de un derrame cerebral, esa boca de sesenta años aún lanza navajas.
Puños arriba en “In union we stand“, canción que resume el sentimiento metalero, su resistencia. Hay que tener en cuenta que Overkill es una banda con cuatro décadas encima y los calendarios también ha pasado por sus seguidores. Pero las melenas, símbolos de rebeldía, se mantienen, aunque algunas mechas caigan ahora sobre camisas con corbata o sacos. Como sea, las cabelleras largas y la ausencia de luz son parte de la identidad de esta tribu ajena a los imperativos de la moda, una religión: cien años después, el metal seguirá siendo metal. Ayer,
un niño –con audífonos protectores– descubría desde los hombros de su padre otro modo de habitar el planeta. La presencia de menores en los conciertos de Roger Waters, KISS y Rolling Stones ratifica la trascendencia de estas bandas, su importancia, y Overkill no está muy atrás: también se ha ganado un sitio en la historia del rock.
Cuarenta minutos de show y se abrió un círculo frente al escenario. Gladiadores greñudos luchaban dentro. Mientras tanto, los norteamericanos interpretaban “Infectious“, soundtrack del caos. Había cierta armonía entre la intensidad de los golpes y la velocidad del tema. Fuera del pit, algunos se agitaban solos, doblados con las manos en los muslos y la cervical dando latigazos.
Los Overkill tocan sus instrumentos con virtuosismo. Los dedos de Linsk se movían por el mástil de la viola con rapidez, capaz de tocar tres notas en un segundo y, como los grandes guitarristas, hizo ver fácil lo difícil. A su lado, el bajista, en posición de primate, batía sus manos cual centrífuga y separó las placas tectónicas del Festiva. Hasta la estatua de Francisco Bolognesi quedó temblando.
Eso es Overkill, un ejército de cinco capaz de poner a pelear a miles.
Crónica por Luis Francisco Palomino. Fotos por Samuel Girón
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