KALORAMA 2024 contra todo

Una crónica de Luis Francisco Palomino sobre Kalorama

Día 1: No me hables de tu tía Mary

 

Debe haber sido un gran dolor de cabeza para los organizadores del Kalorama mirar LLUVIAS en la predicción del tiempo, y que unas gotitas comenzaran a caer cuando English Teacher, la primera banda del festival, haría su aparición en el escenario. Y fue un milagro que el día jueves el sol se impusiera a las nubes del mal (tan orondo que dos horas después casi pulveriza de calor a la cantante de The Kills, Alison Mosshart).

Pero vamos despacio, estábamos hablando de English Teacher, grupo de rock británico que ofreció una presentación más que correcta cuando el público —menos de doscientas personas— aún se mostraba tímido. Igual, su baterista, brazos de pulpo, aporreaba sus instrumentos haciéndolos tambalear sobre la tarima y en el otro lado del escenario una violinista aportaba un matiz clásico a unas melodías de sintetizador con reminiscencias de ABBA (This could be Texas).

El sol ya enrojecía las nucas, pero ni eso ni lo temprano que era —6 p.m.— fueron impedimentos para que en un escenario más pequeño Joe Goddard, con sus cacharros de DJ, pusiera a bailar a los más entusiastas como si fuesen las 3 a.m. de un sábado en la ruta del bacalao. Aparecía el público conocedor con camisetas concierteras, infaltable la de David Bowie, y en la caseta de un sitio web de anuncios inmobiliarios se estiraba una hilera por sombreritos fosforescentes. Cerca de allí, alguien de otra empresa me preguntó si quería que me regalasen un viaje al Caribe y dije que no.

Para el turno de Nation of Language, el público ya se había animado y sintonizó con el trío de viola, bajo y sintetizador. Odiosamente comparatista, diré que el vocalista Richard Devaney es como un Morrissey con guitarra. Sus composiciones suenan ochenteras, a lo Depeche Mode, New Order o Human League, música que te provoca marcar el ritmo con un pie. Como dato curioso, su tercer disco fue producido por Nick Millhiser de LCD Soundsystem. Madrid despidió a esta carismática nación con fuertes aplausos y varios de sus títulos siendo añadidos a la playlist.

El Kalorama avanzaba con total normalidad, a pesar de la lentitud y la desproporcionada espuma con que se servían las birras. Nadie parecía echar de menos a The Smile, el primer grupo que se quitó del cartel, y cuyo mayor atractivo es ser la otra banda de Thom Yorke y Jonny Greenwood. Era solo un secreto a voces la repentina cancelación de Fever Ray por una neumonía, noticia lamentable para sus fans (como la pareja de Alicante que vino en su cámper solo por ella) pero no se trataba de nada que pusiera en riesgo el evento.

Nada hacía presagiar lo que ocurriría la noche siguiente.

O quizá sí, quizá cuando Alison Mosshart de The Kills dejó su guitarra y dijo que iba a vomitar de calor, hecha una gamba con pelo rubio, a punto de desmayarse, alguien tuvo que considerar que el factor climático podía aguar la fiesta. Pero la mayoría, como un incógnito Harry Styles en el público o el rockerazo Jamie Hince sobre la tarima, calzando unos zapatos blancos que solo se lucen en él, prefirió empinar el codo —él con una copa de vino— en la muy riffera actuación de los Kills.

Al borde de las nueve, desde Washington, Estados Unidos, el buen Ben Gibbard asomó con los Death Cab for Cutie. Había descontento por el volumen bajo. Ciertamente, los murmullos eran escombros que sepultaban la voz del buen Ben, quien lo daba todo en el escenario, sin que ello fuera suficiente, pues a cada lado, en el público, había una parejita o grupetes parlanchines, y no importaba cuánto te acercaras al escenario, allí donde te pusieras alguien era poseído por la urgencia de contarle a su acompañante sobre —por ejemplo— algo que le pasó a su tía Mary. Daba igual que tus ojos echaran fuego o que llamaras su atención con discretos shh, una arrogante charla cualquiera sobre mascotas se sobreponía a la preciosa Passenger seat. Creo que fue George Steiner quien dijo que la persona educada es aquella que puede estar sentada a solas y en silencio, sin hacer nada, en una habitación. Sin duda, ninguno está obligado a gustar de cierto tipo de artistas (supongamos que se aburren con las baladas, en Twitter han dicho de DCFC: «música de funeral»), pero ese tipo de educación hace falta cuando estás en un recital con otros individuos y nadie ha pagado 150 euros para oírte hablar de tu tía Mary, que seguro que es muy maja y sí sabe comportarse.

En los 90, el escritor David Foster Wallace predijo que las nuevas tecnologías cambiarían nuestra percepción estética, y así como nuestra capacidad de atención se va reduciendo —mañana no soportaremos ni un video de Tik Tok—, la tolerancia a lo desconocido —a probar sonidos nuevos en este caso— podría agotarse cada vez más rápido, porque supongo que hay que tener los oídos insensibles o un corazón muy estropeado para no disfrutar de ningún modo una canción así, y si no me crees, convéncete: https://www.youtube.com/watch?v=gX5mFbZJrac

¿Tendría éxito un curso para aprender a escuchar música?

Como sea, después de la presentación de Death Cab for Cutie, la banda se fue a su camerino y Ben Gibbard retornó vestido como otra persona y con una banda distinta: The Postal Service. Por suerte, este grupo propuso unos beats más acelerados que como un titiritero tiraron de los hilos del público y hubo más baile que palabras.

No voy a decir nada de LCD Soundsytem porque todo el mundo ya habló de ellos.

La cosa es que volví a casa extenuado por el esfuerzo de silenciar a los impertinentes mediante la telepatía, pero lo suficientemente adicto —yo— a las redes sociales como para revisar X —antes Twitter— y leer que algunos usuarios, supuestos vecinos de Ciudad Lineal, un barrio a 5 kilómetros de distancia, estaban que se quejaban porque el ruido de IFEMA no los dejaba dormir. Otros estaban enfadados por la súbita venta de entradas a precio reducido. Otros casi maldecían el festival y lo rebautizaban como #KALODRAMA por todo el bullying mediático.

 

Día 2: Dios, perdona a Yves Tumor

 

De haber sabido lo que iba a pasar, habría llegado a primera hora del día dos. Lamento mucho haberme perdido minutos valiosos de Gossip. Ya en cuenta regresiva, la cantante Beth Ditto estaba entregando un espectáculo muy colorido, vistoso y potentemente sonoro a un público que respondía con los brazos en alto. Sobre una tela blanca y el nombre de la banda como un grafiti de fondo, la norteamericana se apoderaba del escenario vestida de traje de baño negro y una interpretación antológica de Turn the card slowly.

A continuación, entre infernales luces rojas del escenario alterno emergió Yves Tumor. Como una aplanadora, Yves y banda estaban hundiendo unos centímetros el suelo del IFEMA con su electrónica guitarrera y unas voces pregrabadas. Iban por la mitad de su setlist cuando las cabezas del público conocedor apuntaron hacia el cielo. La lluvia se esperaba para el día previo, pero una caprichosa nube negra como un hipopótamo gigante descargó sus aguas con arrogancia. Pese a los chillidos de un cortocircuito y al retiro de algunos hidrofóbicos, Yves Tumor se mantuvo en pie junto con otros valientes que no temían unas gotitas, pero un trueno remeció el recinto y en un abrir y cerrar de ojos el día se ensombreció y cayó el diluvio.

Como gallinas decapitadas, todos corrieron a refugiarse. En medio del territorio pelado de IFEMA, bajo un paraguas intentaban caber hasta 10, y el viento volvía la lluvia en una ráfaga de escupitajos y el suelo iba cargándose como una laguna oscura. Mirando a todas partes, muchos y muchas querían lanzarse al último bote salvavidas tras la tormenta que tumbó el avión de Tom Hanks en El Náufrago, pero en realidad era solo una lluvia de verano, y los sobrevivientes —de mi lado—, unas veinte o treinta personas, se cubrían pegados a la torre de sonido con un plástico negro que alguien estiró al máximo, un techo de polietileno para salvarse del fin del mundo, porque el ventarrón agresivo y el granizo rebotando contra el plástico y los alaridos y espontáneas arengas de «¡Gibraltar es español!» o delirantes «¡Dios, perdona a Yves Tumor!» le dieron un tono épico a la aventura de acabar sequito. (Una mención especial a la pareja de valientes que, solitarios y al aire libre, con chubasqueros y de cuclillas resistieron dándole la espalda a la inclemencia, mientras que sus manitas dirigían los ríos hacia fuera para no mojarse los pies, en un momento en que las barras de Heineken, como islas providenciales, ya se ofrecían como refugios y varios saltaban hacia ella).

Por fin, cuando la lluvia amainaba, a los organizadores se les ocurrió abrir una nave. Esto es así: vas muy alegremente a un festival de música y acabas pasando la noche en un bunker como si se hubiese iniciado el apocalipsis. Mientras tanto, en otras latitudes, en Guadalajara, a 60 kilómetros de IFEMA, se cancelaba definitivamente el Festival Gigante.

Por lo pronto, en el Kalorama se anunciaba que RAYE no tocaría porque sus equipos se habían mojado. El clima noqueaba a la música en vivo en Madrid. No obstante, considerando que el Kalorama antes fue Cala Mijas, un festival que desde el 2021 se realizó consecutivamente en Málaga, pero que por desacuerdos contractuales a fines de abril de este año se dio la noticia de que tendría que celebrarse en otro sitio, es decir piensa en unos organizadores con tan solo 90 días para renegociar con unos 30 artistas y sus staff, más la logística de los técnicos del montaje, la prensa y la publicidad, los foodtrucks, los chavales que te preparan los kalimotxos, el tío que te cachea sospechosamente, el que te recarga la pulsera, etc., y con ese poco tiempo los organizadores deciden arriesgar, pero repentinamente Thom Yorke avisa «no cuenten conmigo» y después Fever Ray pilla una neumonía la noche antes de su presentación y hay unos vecinos que se quejan por el ruido y te demandan porque no permites que los usuarios ingresen en el festi con su propia comida, y te enteras —obvio— que rematar los abonos a última hora hizo felices a los que —lógicamente— recién se enteraron de que habría un festival a fines de agosto en Madrid, pero enfureció a los que pagaron más —¡obvio!—, y aparte de todo lo humano, que podría controlarse, sí, el diluvio, la indomable naturaleza echándolo todo a perder, y por eso todo hacía suponer que la profecía se cumpliría, el Kalorama o #KALODRAMA fracasaría, Prodigy no cantaría Smack My Bitch Up esa noche, y faltaba lo peor: Massive Attack volvería a no tocar en Madrid porque se cancelaría la jornada del próximo día, siguiendo el derrotero del Gigante caído en Guadalajara.

Entonces, las pantallas del festival afirmaron lo que es fácil intuir en retrospectiva, el Kalorama iría —otra vez— contra todo. Era casi medianoche cuando la lluvia cesó y los más afectados por el temporal fueron a la tienda de merchandising por unas camisetas que antes les parecieron caras pero que ahora eran la salvación a un catarro, y se enfundaron bajo los nombres de LCD Soundsystem o The Prodigy, 40 euros por el algodón y su valor añadido: souvenirs con anécdota fluvial para contar a los nietos, camisetas con historia.

Durante el parón, el consumo de bebidas alcohólicas de algunos fue directamente proporcional a la lluvia —los expendedores humanos estuvieron muy atentos en todo momento— y, cuando Overmono salió a dar la cara, el público estaba entre abotargado, eufórico y confuso, pero feliz y fiestero.

Más tarde, con su característica energía Prodigy agujereó las nubes con sus láseres verdes, sutil venganza, enviando a Madrid —como una batiseñal— el mensaje de que la música debía continuar. Y hay que reconocer las ganas que pusieron los asistentes a la jornada del viernes, que con los calcetines —y otras prendas de interior— chapoteando siguieron en el bailoteo. Maxim Reality, cantante de The Prodigy, les dedicó un expresivo saludo: «Mis respetos para toda la gente que está aquí. Muchas gracias. Los amamos».

 

Día 3: Después de la tormenta, sale Sam Smith como si fuera un sol de noche

 

El sábado asistí con un chubasquero por si acaso. Pero no fue necesario. En este día todo fluyó perfectamente, y creo que es importante recordar que era la primera edición del Kalorama en Madrid, y que Prodigy, de lo mejor del viernes, no figuraba en el afiche inicial, y que Fever Ray fue reemplazada de la noche a la mañana por la jovencísima Judeline, y que la organización reaccionó a la lluvia regalando chubasqueros y habilitando una nave, y que el servicio de venta de cervezas mejoró, o sea que el festival fue siempre de menos a más, y esta vez Massive Attack sí tocó en Madrid (habían cancelado su show del 2018 en el Mad Cool porque los molestaba el sonido del otro escenario —de Franz Ferdinand—).

Lo de Massive Attack fue una experiencia multimedia que no se limitó a lo vano de proyectar una película en un concierto, sino que las imágenes construían una sugerente narrativa política paralela a la lírica. Los espectadores se veían asombrados en las pantallas, un ciento de fotos pasaporte con rótulos de criminales —¿dónde estaban esas cámaras?, no lo sabemos, pero el mensaje de que somos observados todo el tiempo me produjo escalofríos—, y luego, mientras la banda tocaba magníficamente, asistíamos cómplices al bombardeo de Gaza, sin hacer nada (o abucheando un video de Netanyahu desde la comodidad de Madrid, lo que se parece mucho a hacer nada).

Y así se fueron dos horas que difícilmente se olvidarán. No sé si por miedo a que se aburrieran y se marcharan, el público conocedor fue más cauto y no pocos fueron —hasta— combativos protegiendo el silencio con llamadas de atención a los murmuradores.

Tras el ataque masivo de música y registros visuales para la historia, Jungle fue una discoteca. Es la personificación de todo lo disco, acetato y satén, pantalones de campana y una bola de espejos, simplemente cool, y una retahíla de temazos: Casio, Back on 74, I’ve been in love, Candle flame, etc.

Y llegó la hora del esperado Sam Smith. Mucho glamur y un ser humano gigante desnudo durmiendo de espaldas sobre el escenario, haciendo ver a los músicos y bailarines como liliputienses. Lo que se puede esperar de un artista del tamaño y la pasión de Sam Smith no puede ser menos que brillante y excepcional, más allá de toda su parafernalia, cuando entonó a capella me rondó una interrogante filosófica: ¿por qué cantamos y por qué escuchamos música? Es que cuando el británico canta cara a cara con su corista algo se conecta entre todos los tiempos y todas las especies, es el trino de las aves más antiguas y el aparato fonador del hombre rudimentario que ha evolucionado, pero en cuya expresión persiste el mismo dolor del mono milenario, y con ese mismo sentimiento de tristeza que trasciende igual que la vida, entre lágrimas y ovaciones Sam Smith se despidió de Madrid y de los conciertos por un tiempo.

Tras esa exaltación de lo humano, Peggy Gou. Un escenario futurista, como si la cabina de DJ no estuviera en un estacionamiento de automóviles sino en una nave del año 2471 que viaja por el espacio. Un final que fue la celebración de miles de desconocidos a los que solo unía el ritmo, dispuestos a soportar un diluvio con tal de suministrarle a su alma esa vitamina que se ingiere por los oídos y que nos da esa maravillosa sensación de estar vivos y felices.

Para bien o para mal (eso lo podrán valorar los expertos del marketing), Kalorama Madrid 2024 ha tatuado con tinta de lluvia a los asistentes a la noche del viernes 30 de agosto. ¿Se repetirá el festival? Tal vez haya encontrado una nueva casa, con su gente: un colectivo que con manos arriba sostiene la caída del cielo mientras otros empujan para seguir remando, aunque parezca que el bote se hunde en medio de una tormenta.

Ahora toca poner a secar esos calcetines.

 

Una crónica de Luis Francisco Palomino. Las fotografías son de Sharon López, Sergio Albert y Silvia Villar.

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